TANTARICA, EL MACHU PICCHU PREINCA OLVIDADO
Enviado por Luis Eloy Plasencia
Torres el 17/06/2012 a las 19:37
Desde la loma más, al oeste de Catán – caserío de la provincia de Contumazá – observamos al imponente y majestuoso Tantarica, cerro con 2,900 metros de altura que – por su perfil y la disposición de restos arqueológicos en su superficie – tiene cierto parecido al legendario Machu Picchu del Cusco.
Es el tercer pico más alto de los andes
cajamarquinos en los que el hombre peruano,
desde tiempos inmemoriales, deja testimonios de su grandeza.
Son las 8 y 30 de la mañana y, luego de
45 minutos de haber partido de Catán, hallamos una
pirca ciclópea atravesada en el camino. Está conformada
de piedras de diferentes tamaños y por rocas gigantes que sobresalen del
terreno accidentado. Mide, aproximadamente, entre tres a cuatro metros de
altura y 400 metros de largo y tiene puestos de vigilancia en puntos
estratégicos. Desde la cima del cerro próximo a Cholol, se descuelga como una
serpiente pétrea descomunal hasta un terreno rocoso perpendicular por donde ni
las cabras pueden pasar de un lado a otro.
Según el arqueólogo alemán Hans Horkheimer, el pueblo de Tantarica (o
Señorío de Cuismanco) construyó esa muralla para defenderse de la invasión de
otros pueblos.
Desde este punto,
tras caminar veinte minutos, llegamos al coloso Tantarica. Uno de los lugareños nos conduce hacia una roca de
regular tamaño con granulaciones de agua y, de cuya
base, extrae tierra húmeda. Increíble, ¿de dónde proviene esa humedad en aquel
paraje seco?
“Por aquí pasa el canal subterráneo por donde el príncipe Cuan trajo
agua para estas tierras”, nos explica el guía Límber Jave Ruiz, señalando una
zanja cubierta de maleza que se dirige, en línea recta, hacia la parte superior
del cerro.
Observamos que las faldas del Tantarica son amplias, casi planas y
estCAán salpicadas de viviendas semidestruidas, hechas de piedra y barro. El
terreno está cubierto por un bosque de árboles pequeños donde abundan plantas
parecidas a cactus enanos con espinas ponzoñosas que ni bien rozan la piel se
clavan en el cuerpo causando terribles dolores. Son las temibles caracashuas,
espinas celosas y hostiles que al menor descuido nos herían.
Cosa rara – como en ninguna loma aledaña – las caracashuas cubren,
prácticamente, al misterioso Tantarica. Parece que alguien, adrede, las haya
sembrado tratando de proteger nuestro valioso patrimonio cultural el cual está
abandonado y es destruido por el tiempo y los huaqueros, sin que el Gobierno
Central, el Instituto Nacional de Cultura ni la región de Cajamarca, hagan algo
para restaurarlo y ponerlo en valor en bien del desarrollo de Catán y otros
caseríos de la provincia de Contumazá que son golpeados por la pobreza.
Silban los copetones, los pishgos y otros pajarillos como alegrándose
por nuestra presencia. El cielo está despejado, luce un azul precioso y en él
unas águilas -con vuelo lento y circular- nos observan con curiosidad.
Avanzamos unos 500 metros y descubrimos otra planicie, un poco menos
ancha que la anterior. Desaparecen las ruinas y aparecen pastores con sus
rebaños de cabras.
Prosigue el canal camuflado por la maleza que nos conduce hasta el
centro de aquella área donde existe un pozo amplio y seco. “Aquí – dicen
nuestros guías – se libró la batalla final entre los chuquimancos y los
cuismancos, cuentan que en aquel entonces este pozo estaba lleno de agua y se
tiñó con abundante sangre derramada en aquella lucha encarnizada”.
Esta área, parece, dividió las viviendas pequeñas de la ancha base con
las del cerro que son edificios impresionantes en ruinas.
Iniciamos el ascenso, propiamente dicho, pues la montaña se vuelve
empinada. A medida que subimos descubrimos enormes viviendas de piedra con
ventanas trapezoidales y varios compartimientos en cuyos interiores – la
mayoría derruidas y profanadas por manos extrañas – hay empotrados.
Pero lo que más nos llamó la atención fue un túnel (de 20 metros de
largo, medio metro de ancho y tres metros de altura) construido de piedra
sobre una elevación de la margen derecha del cerro y que solamente se le puede
cruzar de costado, este detalle hace pensar que ese pasillo sirvió como una
cárcel.
Asimismo nos asombró la “Casa Real”, ubicada en el centro de Tantarica.
Tiene un área, aproximada, de 600 metros cuadrados, una de sus paredes – que
sobrepasa los siete metros de altura – presenta cuatro ventanas trapezoidales y
unas protuberancias transversales semejantes a jardines colgantes. Sus amplias
divisiones y el piso han sido destruidos por los huaqueros.
En este palacio – según la leyenda de Tantarica – vivió un poderoso
cacique que tenía una hija llamada Tantarica, cuya hermosura cautivó el corazón
del joven cacique Cuan del reino Chuquimanco, quien pidió la mano de la
encantadora ñusta y el padre de la doncella –luego de haberse negado- aceptó,
pero con la condición de que el noble enamorado provea de agua aquel lugar
árido.
Ante este requerimiento, Cuan, locamente enamorado trabajó noche y día
apoyado por su ayllu. En poco tiempo, construyó un túnel subterráneo y llevó
agua del pozo Cuan - distante a veinte leguas de aquel lugar- hasta el reino de
su dulce amada.
Pero el cacique, padre de la linda princesa, se negó a cumplir su palabra,
pese a que el agua traída había formado un manantial en la falda del cerro
Tantarica.
Cuan se llenó de dolor e indignación y, de la noche a la mañana, hizo
desaparecer el líquido elemento entre la cordillera contumacina.
Se afirma que el agua del manantial de Santa Clara -que abastece de agua
a la ciudad de Tembladera- proviene del canal subterráneo construido por el
decepcionado príncipe Cuan.
Seguimos escalando y sobre la “Casa Real” divisamos la plaza de la ciudadela
pre inca. Mide, calculamos, 80 metros de largo por 25 metros de ancho. Una
pared de piedra recostada al cerro, que excede los ocho metros de altura, cubre
toda su extensión. Esta plaza amplia, indudablemente, fue el centro de reunión
de los Tantarios para celebrar sus festividades y realizar competencias
guerreras y deportivas.
Nos cuentan los amables Cataneros que, en esa plaza, por varios años su
pueblo festejó el Día del Indio, fiesta que duraba tres días.
Allí acudían gente de Contumazá y de otros pueblos del departamento de
Cajamarca, incluso – afirman – que asistían turistas para deleitarse con la
corrida de toros, de los concursos de bailes y cantos folklóricos,
especialmente de yaravíes y poesía.
Eventos que cobraban singular atracción por el escenario mágico del
otrora centro del reino de Cuismanco. Entonces se escuchaba tonaditas, como
esta:
Arriba en aquel cerrito
está segando la minga
donde cantan todititos
y el patrón es un jeringa.
Eran tres días de jolgorio y hermandad donde los asistentes degustaban
platos típicos, bailaban huaynos y bebían la espumante chicha y el cañazo
abrazador. Tantarica, entonces cobraba vida y los descendientes de los
cuismancos y chuquimancos parecían revivir su pasado glorioso.
Esta costumbre cesó cuando el general Juan Velasco Alvarado, cambió el
Día del Indio por el Día del Campesino.
Estamos a escasos metros de la cumbre. De la plaza nuestros acompañantes
nos conducen con dirección este (hacia la derecha) y nos muestran las “tres
bocas del cerro”. Son cuadradas, empedradas y estimamos que tienen metro y
medio por lado.
Una está al oeste y otra al este y la tercera al sur, los separa un
metro de distancia. Las tres han sido malogradas por saqueadores de tesoros,
quienes las han llenado de tierra y piedras.
El señor José Santos Díaz López, ex-gobernador de Catán, nos contó que
cuando él era niño observó a las “tres bocas del cerro” y éstas parecían no
tener fondo, “veía a mis mayores arrojar flores y aseguraban que éstas (las
flores) salían en el puquial de Santa Clara, situado abajo en el valle del
Jequetepeque, a 500 metros sobre el nivel del mar”, aseguró.
También nos relató – don Santos – que la mayoría de los hospitalarios
habitantes de Catán temen y respetan al cerro Tantarica, “porque de vez en
cuando come gente. Niños y adultos regresan al pueblo votando sangre por la
boca, luego de haber hurgado por aquella ciudadela antigua”. Y que de las
entrañas de aquella misteriosa montaña muchas personas han extraído preciosos
huacos, un monolito, chaquiras, valiosos objetos de oro y plata, entre ellos
un perol descomunal de oro macizo.
Proseguimos nuestro ascenso y, en diez minutos, llegamos a la cima del
Tantarica. He quedado pasmado ante el inefable panorama. Imponentes montañas y
cautivadores paisajes están bajo nuestros pies, tenemos la impresión de estar
en el techo de la Tierra, sobre una atalaya natural del planeta desde donde
contemplamos las principales entradas y salidas de aquella región.
Al norte – abajo en la base de los andes – divisamos el caserío del
Salitre y gran parte del valle Jequetepeque, así como el valle formado por el
río que baja de San Miguel. Al oeste apreciamos, cual camarón plateado, a la
represa del Gallito Ciego, al fondo la carretera que, serpenteante, se dirige
al puerto de Pacasmayo.
Al noroeste, entre copos de nubes blanquísimas aparece el Nanrrá,
considerado el segundo pico más alto de Cajamarca (3,100 metros de altura).
Al este – en la parte baja – vemos el poblado de Cholol, y en el suroeste
a la carretera de Trinidad, perderse reptando por una montaña gigantesca.
El espectáculo maravilloso nos ha inmovilizado momentáneamente, pero una
corriente de aire fresco nos acaricia amigablemente hasta relajarnos.
En el cielo combo y azulado resplandece el astro rey y las águilas
continúan vigilándonos. La cumbre es amplia, su tierra es rica y está regada de
piedras largas y planas. Al igual que en todo nuestro recorrido – desde la
base hasta el pico de Tantarica – hallamos algunos pedacitos de cuarzo por el
camino.
En el centro de la cumbre encontramos un hoyo de metro y medio de
diámetro revestido de piedra – tipo chulpa – también profanado por huaqueros
irresponsables.
Nuestros rostros irradian felicidad ¡La grandeza de nuestros antepasados
nos ha fortalecido! Comprendo que la caminata de diez horas, desde La Mónica a
Catán y Tantarica, resulta insignificante ante la inmensa riqueza espiritual
que nos ha proporcionado la visita a este Apu, el Machu Picchu pre inca
olvidado del Perú.
Publicado
en revista Perú Siglo XXI, edición octubre de 1995